Nadie sabe con certeza cuáles serán las implicaciones en México y en el mundo de la aparición de ómicron, la más reciente variante de preocupación del COVID-19.
Me equivoco. El que sí sabe perfectamente es el presidente López Obrador, que anticipándose a todos los estudios señaló que se había demostrado que las vacunas aplicadas son efectivas en contra de esta nueva variante.
El presidente va a dar por buena cualquier afirmación tranquilizadora y va a calificar de amarillista cualquier otra que levante las alarmas.
A diferencia de lo que están haciendo muchos países, aquí no pondremos ninguna restricción a los viajeros internacionales, sin importar de dónde vengan, tampoco limitaremos en absoluto la movilidad ni se impondrán restricciones adicionales a la economía.
La razón es que el presidente no quiere que se vaya a trastornar su plan económico y político, que implica que la economía y la sociedad regresen plenamente a la normalidad. Ya lo vimos al realizar sin chistar una concentración de más de 200 mil personas en el Zócalo. Un virus no iba a echar a perder la fiesta.
Personajes como López-Gatell van a llevar a los oídos del presidente todas las justificaciones a esa actitud.
Para eso ha estado allí el subsecretario y para eso sigue en su puesto, pese a la cauda de muerte que ha provocado su manejo de la pandemia.
Están prendidas todas las veladoras para que realmente la nueva variante, pese a ser más contagiosa, no genere más hospitalizaciones ni letalidad.
Ese es uno de los escenarios posibles. Pero no es el único.
Sea por ómicron o por delta, la cuarta ola está desatada a nivel internacional. El número de nuevos casos diarios (ajustado por promedios de los últimos siete días) sigue para arriba de manera persistente. El crecimiento a nivel global en la última semana fue de 8 por ciento.
Si se mantuviera ese ritmo durante diciembre, al término del mes estaríamos en niveles máximos de la pandemia hasta ahora, que se registraron en abril de este año.
En Europa ya lo están, 25 por ciento por arriba del nivel más elevado registrado previamente, el cual se había alcanzado en septiembre pasado.
En México, hasta ahora, no hemos observado un rebote. Sin embargo, resultaría sorpresivo que no ocurriera.
El número de fallecidos, lamentablemente, también ha empezado a subir a nivel global.
No hay evidencia de que la nueva variante tenga más letalidad, pero es un hecho que, si hay más contagios, afectará a los no vacunados o a los vulnerables, los cuales podrían ser más susceptibles de enfermarse seriamente y fallecer.
Los gobiernos que mejor han manejado la pandemia saben que no pueden apostar a que la nueva variante no vaya a traer más hospitalizados y fallecidos, por lo que han adoptado medidas restrictivas que proseguirán mientras no haya evidencia científica de que ómicron pueda contenerse con las vacunas que se han aplicado y que no tiene consecuencias más serias.
La diferencia entre un buen y un mal manejo de la pandemia deriva básicamente de la decisión de reducir el riesgo cuando los datos no son suficientes para tomar una decisión plenamente informada. Más aún cuando, como en el pasado, hay evidencia de que debe actuarse y no se hace por interés político.
Equivale a un médico que decide suponer el peor de los escenarios y actuar en consecuencia con su paciente, lo que contrasta con otro que piensa que tal vez la afección sea menos grave de lo que parece. Y con ello corre el riesgo de que el paciente se le enferme seriamente o muera.
Ojalá me equivoque, ojalá nos equivoquemos muchos, y que López-Gatell esta vez tenga la razón.
Es un deseo genuino que ómicron sea una falsa alarma y que, como dice el subsecretario, ayude más bien a inmunizar a la población.
Lamentablemente, los más de 600 mil muertos en exceso que llevamos hasta ahora desde que comenzó la pandemia, son un mentís dramático al juicio de López-Gatell. Se ha equivocado sistemáticamente y sus errores han costado miles de vidas.
Ha jugado con la ruleta rusa y varias veces ha perdido, pero no su vida sino la de otros.